No creo que se generen muchas opiniones discordantes si digo que Peces de ciudad es, desde el punto de vista lírico, la mejor canción de Joaquín Sabina. Es una obra maestra de una dimensión absoluta, una desgarradora cascada de sentimientos y emociones engarzados en forma de referencias a grandes obras de arte, y lo suficientemente ambigua como para que en cada escucha se encuentre una nueva experiencia.
Unos días antes de comenzar mi pequeño viaje, un amigo me recordó una cita de esta canción. Desafinando en el coro de Babel, Sabina advierte de que «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver». Tener presente esta sentencia suponía una vacuna contra una posible desilusión al tratar de visitar un lugar que ya no existe.
Por suerte, esta lección ya la había aprendido tiempo atrás. Y aunque no soy tan viejo como para que me tomen por sabio, sí sé lo suficiente como para retirarme del agravio de recuperar mi rincón entre los nuevos peces de la ciudad. Cuando en vuelo regular pisé el cielo de Grenoble, me esperaba una ciudad hermosa que mantenía su esencia, su ambiente y su espíritu, pero en la que casi todas las personas que formaban mi mundo ya no estaban.
Hay quien dice que fui yo el primero en olvidar, y es que la única forma que conozco para no acabar perdido en Desolation Row es recordar el pasado asumiendo no estar en él. Nunca he pretendido que Grenoble sea El Dorado, pero he conseguido vivir la ciudad saboreando tanto los recuerdos como las nuevas experiencias. Y aunque sabido es que en este mundo no hay más ley que la ley del tesoro, quién sabe si mis sueños volverán a morar aquí.
No obstante, ni Grenoble es Comala ni yo soy Pedro Páramo. Y aunque sería interesante ponerse en su pellejo, me conformo con las cosas tal como están. Habrá que seguir subido a un cascarón de nuez, no llevar muchas maletas, y mantener el timón y el timonel para seguir desafiando el oleaje.
Aún quedan islas para naufragar, pero me conforta saber que si necesito huir, siempre podré nadar en una pecera llamada Grenoble